Comer también es sentir
En la infancia, el vínculo con la comida está cargado de emociones. No es raro que un niño rechace un alimento no por su sabor, sino por una experiencia negativa asociada. A veces, un ambiente tenso o una presión excesiva pueden hacer que algo tan natural como alimentarse se transforme en una fuente de angustia.
La comida como refugio… o castigo
Cuando se usa la comida como premio (“si comés la verdura, te doy postre”) o como castigo (“si no comés, te vas al cuarto”), el niño comienza a asociar los alimentos con su valor como persona o con su comportamiento. Esto puede derivar en vínculos distorsionados con la comida que se arrastran hasta la adultez, como la culpa al comer o la búsqueda de consuelo en el azúcar.
Escuchar el cuerpo desde chicos
Uno de los regalos más grandes que se le puede dar a un niño es enseñarle a reconocer sus señales internas: cuándo tiene hambre, cuándo está satisfecho, qué le cae bien y qué no. Esto se llama alimentación intuitiva, y cuanto antes se aprende, mejor. Es una forma de conectarse consigo mismo, de respetarse, de cuidarse.
¿Qué pueden hacer los adultos?
Observar sin juzgar. Acompañar sin imponer. Ofrecer sin forzar. El objetivo no es que coman “todo el plato”, sino que aprendan a escuchar su cuerpo, probar cosas nuevas y disfrutar del momento de la comida como algo positivo. Porque, al final, no es solo lo que se come… sino cómo se vive.
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